Postcinema
EL ANGEL AZUL, de JOSEPH VON STERNBERG. Alemania, 1930
Marlene Dietrich es una de esas mujeres que cuando llegan a tu vida son capaces de darle la vuelta, como a un calcetín, y al final te dejan tirado, cabizbajo y sin excusas, preguntándote qué diablos ha pasado. Josef von Sternberg fue uno de esos, pero cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde y no pudo volver a ser el mismo.
Josef era en 1929 un joven exultante, rico, casi famoso. Había triunfado en Hollywood, había hecho algunas de las películas más notables del cine mudo: Underworld y Los muelles de Nueva York, entre otras, y disfrutaba viajando por Europa a cuenta de la Paramount y del dinero que había ganado. Amaba su Austria natal y adoraba también Berlín.
Marlene Dietrich era en 1929 una mujer casada, con una hija, que había tenido una vida muy movida. Desde joven había destacado por su afición a la música y al teatro y tenía fama en los ambientes nocturnos de Berlín. Se había casado con Rudi Sieber, un operador de cine y había actuado en algunas de las películas mudas que se rodaban en la época, fundamentalmente en la UFA.
Josef había sido enviado a Berlín para realizar la primera película alemana sonora. La Paramount había llegado a un acuerdo con Eric Pommer, el famoso productor, y había mandado a su director más competente.
El guión se basaba en una pequeña novela: Professor Unrat, de Heinrich Mann, que trataba de un prestigioso profesor de Instituto que se enamora de una cabaretera y que acaba sumido en una espiral de humillación y engaño.
Con el fin de dar con la protagonista ideal revisan las fichas de la productora y acaban encontrando a Marlene. Nadie la considera adecuada, es una actriz de segunda fila, que apenas sabe interpretar y que lleva una vida demasiado disipada. Emil Jannings, el prestigioso actor que va a interpretar al protagonista masculino se interpone e intenta colar a una amiga suya para el papel. Todos discuten y Pommer acaba dejando la decisión en manos de Sternberg.
Para salir de dudas Sternberg va a verla actuar a un teatrillo de Berlín. Marlene hacía el papel de cabaretera, descarada y ausente, cantando con aquel tono gutural que la haría famosa. Marlene había estudiado música y estaba capacitada para tocar el violín y el serrucho musical gracias a Igo Sym, un músico bávaro. Pero esto no era todo: para Stenberg aquella presencia, intensamente erótica, era lo que necesitaba la película para darle un nuevo giro a la historia. La protagonista iba a ser ella, y no Emil Jannings, con el que Sternberg mantenía una tensa disputa.
Hubo una reunión en el estudio, se discutió largamente y al final Sternberg consiguió que le hicieran una prueba. La actriz acudió con pocas expectativas, se mantuvo indolente y distante, pero durante la prueba algo sucedió entre ellos. La filmación, que aún se puede ver en el Museo del Cine de Berlín, nos muestra a una Marlene desinhibida, alegre, cantando una canción picante frente a un atribulado pianista. Lleva puesto un vestido de lentejuelas que el propio Sternberg le había indicado y se muestra pícara e insinuante ante la cámara. Se entretiene con un cigarrillo, se quita una hebra de tabaco de la lengua, mira a un lado y a otro y comienza a cantar, entornando los ojos y poniendo las manos bajo su barbilla. Después, como en una comedia, se enfada con el pianista y vuelve a empezar. En una segunda toma se sienta encima del piano vertical, se ajusta las medias, coquetea con el pianista.
La prueba es un éxito, Sternberg está exultante. Consigue una protagonista y consigue también una amante entregada. Marlene sabe ser agradecida.
Cuando comienza la grabación de El ángel azul se empieza a ver que la forma de rodar de Sternberg no es convencional. Se demora mucho en corregir los aspectos visuales de la escena, la iluminación, el vestuario, la posición de los actores. Es puntilloso y enfático y esto exaspera a todo el equipo, pero Marlene permanece incólume, atenta a sus indicaciones, servil y obediente como ninguno.
La carrera de Sternberg en Hollywood había sido muy controvertida desde sus comienzos. Su primera película: The salvation hunters (1925), había sido un prodigio de creatividad visual que encandiló a Chaplin y a Douglas Fairbanks. Después el propio Chaplin lo contrató para dirigir a Edna Purviance en La gaviota (1926), pero no permitió que fuese vista por nadie, aduciendo que no era comercial, y acabó por destruirla.
Sus siguientes películas, sin embargo (La ley del hampa, La última orden y Los muelles de Nueva York) alcanzan la fama y Sternberg se convierte en uno de los directores más celebrados de Hollywood.
Pese a estar casado con Riza Royce, también actriz, inició enseguida una intensa relación con Marlene, que acabó por provocar su divorcio y una demanda judicial contra ella. En aquella ocasión Riza declaró ante los tribunales que Marlene lo había hechizado, materialmente.
Tras el éxito de El ángel azul Marlene firmó un contrato ventajosísimo con la Paramount y exigió que en todas sus películas el director fuese únicamente Joseph von Sternberg.
La relación duró unos seis años y en su transcurso dieron a luz seis preciosas películas: Marruecos (1930, Fatalidad (1931), El expreso de Shanghai (1932), La venus rubia (1932), Capricho imperial (1934) y El diablo era mujer (1935).
Durante este tiempo las rarezas de Sternberg aumentaron también y comenzó a tener problemas con los productores. En una ocasión sacó una escopeta y comenzó a disparar contra un grupo de globos detrás de los que se encontraba el rostro de Marlene. Al parecer fue ella la única que mantuvo la calma.
Josef llegó a decir en sus memorias que la mera presencia de ella le excitaba sexualmente. Sobre este asunto ella admitió en alguna ocasión que Josef había sido “Su amo absoluto….” durante todo aquel tiempo.
Pero todo idilio tiene su fin y las constantes infidelidades de ella: Gary Cooper, Maurice Chevalier, John Gilbert, Douglas Fairbanks Jr., Erich María Remarque, John Wayne y otros, acabaron haciendo mella en el temperamento del director, que terminó por tomarse unas largas vacaciones.
Ella no tardó en ser vilipendiada por la prensa y se la acusó de mantener también relaciones lésbicas con un algunas mujeres famosas: Lisabeth Scott, Dolores del Río y Mercedes de Acosta, entre otras.
Después de aquello Sternberg cosecha algunos fracasos, como el Yo, Claudio, de Alexander Korda (1937), que no llega a ver la luz, y comienza a viajar y a escribir sus memorias, Diversión en una lavandería china, un documento curioso donde hace un excurso sobre la tarea de la dirección de cine y realiza un curioso retrato laudatorio de Marlene, sin citar en ningún momento su relación sentimental. Tampoco dedica una solo línea a la que fuera su esposa.
Para finalizar su carrera (1953), aunque él todavía no lo sabe, Sternberg consigue dinero para financiar su siguiente película: Anatahan. Aún le quedan 16 años por delante.
Este testamento cinematográfico cuenta la historia de un hombre de origen occidental que vive en una isla del pacífico con una atractiva indígena, Akemi Negishi, a la que por supuesto se beneficia cada noche. La vida transcurre en perfecta armonía hasta que llega un grupo de soldados japoneses. Desde ese momento todos comienzan a pelear por la chica. Los amantes se van sucediendo de uno en uno y acaban siendo asesinados por un nuevo pretendiente. Ante la magnitud del problema es ella la que acaba por tomar el mando y elige a sus amantes a capricho. Todo acaba cuando son rescatados por un barco de la armada estadounidense.
No cabe duda de que algo de su propia historia está plasmado en esta película, pero ¿cuánto? Solo Marlene lo sabe.
BG, devorador de mitos.
OSEN DE LAS CIGUEÑAS, DE KENJI MIZOGUCHI. JAPÓN, 1935
Nada resulta tan sorprendente, tan fuera de toda lógica y al mismo tiempo tan dulce e inexplicable como la actitud de la mujer japonesa ante el amor.
Desde tiempos inmemoriales la mujer japonesa ha estado sometida sucesivamente a su padre, a su marido o a su señor feudal, en este orden y sin solución de continuidad. La mujer japonesa ha sido despreciada, vilipendiada, vendida al mejor postor, mercadeada como un objeto de consumo barato y finalmente abandonada, todo ello sin protesta, con una actitud humilde y aceptando en todo momento lo inevitable de su destino.
La historia de Japón ha estado, desde siempre, marcada por un clima cruel, una geografía inhóspita y un sistema político alambicado e inútil. Sus diosecillos, los ochocientos mil dioses del Sintoismo, sus mismo templos, Fushimi Inari Taisa y otros, han sido mudos testigos de este devenir trágico y sombrío. Sus Tori, sus portales de entrada, son puertas abiertas sin destino, sin objeto, que uno puede atravesar de adelante atrás y viceversa sin que perciba ninguna diferencia.
Cuando a mediados del siglo XIX comienza la era Meiji Japón se sume en una vorágine de modernidad y soberbia. Comienza la industrialización, se hace cine, se intenta construir un imperio colonialista al modo de los europeos, pero lo que no cambian son las costumbres, el cruel servilismo de las mujeres, la actitud grosera y obscena de los hombres, el sometimiento a la tradición.
Todavía no han perdido la guerra frente a los norteamericanos y todas las estructuras del poder y de la opresión están en activo: los daimios, los samuráis, ya en decadencia, las gueishas, las casas de citas, la prostitución entendida como una de las bellas artes.
Uno de los directores que mejor han representado este estado de cosas ha sido Kenji MIzoguchi. Sus películas nos han presentado siempre mujeres que viven en esa inaprehensible frontera entre la virtud y el vicio que tanto les gusta a los hombres y, sobre todo, a los hombres japoneses.
Ya en “Cuentos de la luna pálida” se nos presenta a dos mujeres que sufren el abandono de sus maridos, que las dejan solas en la aldea, a merced de los bandidos, para hacerse ricos en la ciudad más próxima. Como consecuencia de esto una de ellas muere y la otra es cruelmente violada, tras lo cual decide que el único camino que le queda es dedicarse a la prostitución en una de las casas de placer de la misma ciudad a donde han ido sus maridos.
Con inusitada despreocupación ejerce su oficio, en el que no tarda en alcanzar fama y fortuna por sus buenas mañas. Y en esto llega el marido, convertido en Samurai, jefe de un pequeño ejército, quien la encuentra en aquel mismo prostíbulo. Se sucede una escena en la que ella le reprocha haberla dejado sola y él le dice que a pesar de todo aún la quiere y que desea volver con ella. Después de darle unos cuantos golpes al marido ella acepta y abandona con la misma despreocupación tan lucrativo oficio.
El mismo ambiente, la misma pulsión trágica y la misma despreocupación en cuanto a los aspectos morales invade otra de las grandes de películas de Kenji MIzoguchi: Osen de las cigüeñas.
Ya el título nos hace soñar con un ambiente sofisticado, con una delicadeza de los sentimientos que para nada prefigura la oscura, cruel y sórdida historia que nos presenta.
Osen es una prostituta que vive con un gang de ladrones y estafadores de la peor especie. Está al servicio de todos, pero sobre todo del jefe, que decide utilizarla para engañar a un monje budista y quedarse con una valiosa estatua. Osen se niega, porque es muy piadosa y considera un terrible pecado engañar a un sacerdote, y aún más a cambio de favores sexuales.
Es por ello que una noche, en medio de una atroz lluvia y un viento inclemente, va a rezar a un templo próximo, donde se encuentra un infeliz huérfano que está a punto de suicidarse.
Osen se apiada de él, decide acogerlo en la casa donde vive con la banda de delincuentes y trata de defenderlo durante todo ese tiempo de las burlas y los golpes que el nefando grupo acostumbra a repartir a doquier.
La película está rodada en 1935 y tiene aún la oscura pulsión del cine mudo, que tanto nos recuerda al Griffith de “Lirios rotos”, del año 19. Los escasos diálogos y la música están insertados por encima de los títulos y las cartelas que van desgranando la acción. Tiene por tanto la rudeza de esos primeros momentos del lenguaje cinematográfico, pero su lirismo es tan intenso, sus imágenes son tan hipnóticas y cautivadoras que uno se queda con la boca abierta contemplando las evoluciones de estos seres sin destino y sin razón.
La película está resuelta como un gran bucle en el que el final y el inicio se entrelazan, con una pulsión trágica difícil de soportar para un alma sensible. Pero la vida es así, un oscuro pasaje entre la nada y la nada. Y los japoneses lo saben.
En este sentido la película de Kenji Mizoguchi no es más que un eslabón en la cadena que la cultura japonesa ha generado sobre sí misma, en la que la mujer asume un rol esencial, ligado a la tierra, a la supervivencia y a la práctica del sexo como un vínculo regenerador, necesario para mantener la rueda del Samsara, el círculo de la vida. Parece como si las mujeres que aparecen en sus películas, y en su literatura, supieran mejor que nadie cuál es su misión y su destino en el mundo que les ha tocado vivir.
Podemos rastrear esta esencia en los cuentos de tradición japonesa, mágicos y sórdidos al mismo tiempo. “El cuento del cortador de bambú” del siglo IX es un claro ejemplo de ello. También podemos rastrearla en la literatura del siglo XX, en la Fumiko de Junichiro Tanizaki, en las bailarinas de Yasunari Kawabata o en Aomame, la heroína trágica de 1Q84, de Haruki Murakami.
Desde el punto de vista occidental no hay nada que pueda explicar esta forma de ser o de actuar. Nuestra civilización, la occidental, está sometida a la culpa y el arrepentimiento. La japonesa al devenir de los días y a las inclemencias del tiempo. Los japoneses están acostumbrados a esperar que deje de llover, a que la nieve se derrita o a que los diosecillos del bosque hagan alguna diablura, y es por ello por lo que dedican tanto tiempo a la observación del paisaje, a la contemplación atenta de la eclosión de una flor, a la colocación minuciosa de una ramita de Ikebana o a la admiración reverencial por del vuelo de las cigüeñas.
BG, contemplador de cigüeñas.
LAS PUERTAS DE LA NOCHE, MARCEL CARNÉ 1946
Un hombre viaja en un vagón de metro, viste una gabardina “raincoat” de estilo inglés, de cuello alto. Es alto y apuesto, es Yves Montand. De repente alguien lo observa de manera insistente. Es un tipo con pinta de pordiosero, pero su mirada es desafiante, dura. El desconocido se acerca y le pregunta: “¿Usted se baja en la próxima?”. Yves lo mira con un encogimiento de hombros. “Sí”, responde, y se da la vuelta.
Yves Montad ya tiene una cierta fama en esta época. Es un “chansonier” y acaba de alcanzar el éxito con “Les feuilles mortes” de Jacques Prevert. Hace un año escasamente que es amante de Edith Piaf, que se encarga de lanzarlo al estrellato. Unos años después se casará con Simone Signoret, la diva del cine francés, y tendrá también un sonado romance con Marilyn Monroe. Mirando hacia lo alto, siempre.
Finalmente se baja en la estación de “Barbès-Rochechouart”, cerca de la “Gare du Nord”. Allí desciende también el misterioso vagabundo, al que no volverá a ver hasta unos instantes después, en un bar de barrio próximo a las vías del ferrocarril, próximo también al “Bassin de la Villette”, un canal por aquel entonces maloliente y sucio.
Yves Montand interpreta a Jean Diego, un militante de la resistencia, un antifascista de libro, que se dirige al hogar de una pobre mujer para darle la noticia de que su marido ha muerto a manos de la policía. Sin embargo, al llegar se encuentra con una escena familiar: el hijo juega con los vecinos, la mujer está planchando y el marido aparece por sorpresa unos momentos después. Todo ha sido un malentendido.
La película está ambientada en febrero del 45, poco después de la liberación. El París que observamos es, por tanto, una ciudad recién salida de la ocupación alemana, con su pobreza, su oscuridad y su rabia contenida. París se ha salvado de los bombardeos alemanes por decisión personal del Fhurer: “Qué no arda París”, había dicho.
Para celebrar el encuentro van a cenar a uno de esos bares de barrio tan característicos, donde se encuentran con el misterioso vagabundo, que toca con una armónica la tonada de “Les feuilles mortes”, un guiño al protagonista.
Jean Diego hace dibujos sobre una servilleta para entretener al pequeño Cri-cri, el hijo de la pareja. Le cuenta sus viajes por los mares del sur, por América, por la isla de Pascua. Y es ahí donde el carrusel de las casualidades emprende su loca carrera a través de la noche. Poco después, por intermediación de Cri-cri, se encuentra con una mujer sofisticada, Malou, a la que seduce con un hipnótico vals en medio de un almacén de antigüedades plagado de viejas e imperturbables estatuas.
Entre ellos surge una inevitable atracción. Ambos se han encontrado y separado en diversas partes del mundo. Aquella magnética canción les une también y aunque el resultado es un tanto forzado la culpa, inevitablemente, es del Destino, que lo ha hecho todo para que se encuentren en aquel rincón anodino del viejo París. Pero el Destino les tiene otra sorpresa reservada. Los acompañará a lo largo de la noche, por las callejuelas oscuras, hasta que de pronto se encuentran con el marido de ella, un tipo celoso y atormentado. Es este el que finalmente provoca la tragedia, disparando sobre ella en una de aquellas callejuelas.
Entre tanto los demás personajes bailan también alrededor de su propio Destino. La hija del buhonero se enamora de un joven al que conoce en la misma estación; el hermano de Malou, un colaboracionista (interpretado por un juvenil Serge Reggiani), sucumbe ante sus propios fantasmas; Monsieur Quinquina, el buhonero filósofo transita la noche en busca de su hija; la gitana del bar encuentra la muerte en el canal de “la Villette”; monsieur Senechal, el empresario acaparador, vive su propia tragedia en carne de sus hijos: Malou y Guy, el colaboracionista.
Y en medio de todos ellos se encuentra el vagabundo ocioso e impertinente, interpretado por Jean Vilar. Este vagabundo es nada menos que el Destino, el Fatum de la mitología clásica, aquel que es capaz que cambiar nuestras vidas en un instante.
Después de tantos sinsabores las puertas de la noche, las de la estación de “Barbès-Rochechouart”, se cierran de nuevo (y esta vez para siempre) tras los pasos de Jean Diego, nuestro “héroe” que inicia su camino de regreso a casa, pero lo hace solo, cabizbajo, como todos lo haremos al menos una vez.
Marcel Carné, el director, hace con esta película un “tour de force” por sus obsesiones, por su estética alambicada y por su ideología, excéntrica y romántica. Su movimiento: el “Realismo poético” ha predominado en Francia desde los años 30. Sus películas son algunas de las más icónicas del cine francés: “Les enfants du paradis”, “Hotel du Nord”, “Quai des brumes”. Pero su cine huele a viejo, a impostado. Toda la magia se diluye, como un fuego de artificio, sin llegar nunca al culmen. Pronto llegarán los jóvenes airados, los de la “Nouvelle Vague” y su estrella se perderá para siempre.
Jacques Prevert, el autor del guión, es el gran poeta de Francia. Perejil de todas las salsas artísticas, desarrolla una gran actividad en el mundo del teatro, de las “variétés” y del cinematógrafo. De manera un tanto forzada logra colocar su canción, ya famosa, en la película y esto le da alas para introducirse más tarde en el Instituto de Patafísica, donde compartirá “soirées” con Arrabal, Topor, Boris Vian y otros.
Como anécdota diré que Marcel Carné había escrito esta película para que la interpretaran Marlene Dietrich y Jean Gabin, amantes por esta época; pero ambos declinaron la oferta. ¡Qué gran película hubiera sido! Aunque, como todo el mundo sabe, “El infierno está empedrado de buenas intenciones”, …y malos resultados. BG, “chemin a l’enfer”.
FORAJIDOS. ROBERT SIODMAK, 1946
Burt Lancaster era un tipo intrépido. Comenzó su carrera como un saltarín de circo, de palo en palo, pero nunca reconoció sus verdaderas inclinaciones sexuales. Sus actuaciones de los últimos tiempos fueron todas memorables: “Il gatopardo” y “Gruppo di familia in un interno” de Visconti así lo atestiguan, pero cuando protagonizó “The killers” (Forajidos) todavía era un desconocido.
La película tiene un comienzo fantástico: dos asesinos llegan al pueblo de Brentwood, en Tennesse, un poco antes de las seis de la tarde. Sus sombras se alargan sobre el asfalto cuando descubren un único bar abierto. Entran, se encuentran a un parroquiano, al dueño del bar y a un cocinero. Anuncian que vienen a matar al Sueco, un tipo que trabaja en la gasolinera, y los amordazan en la cocina del bar.
Nick, el parroquiano, consigue escapar y va a avisar al Sueco (Burt Lancaster), que descansa en un camastro en la penumbra de su habitación, con la mirada perdida, luciendo una sugerente camiseta de tiras. Pero el Sueco no reacciona, se queda mirando al techo, con actitud melancólica, y espera en silencio la llegada de los asesinos.
Consumada la muerte, se ve al detective Riordan (Edmond O’Brien), de la compañía de seguros, revolviendo las cosas del muerto en la oficina del sheriff. Es así como encuentra un pañuelo con el dibujo de un arpa irlandesa y un seguro de vida cuya única beneficiaria es una anodina camarera de hotel, en Atlantic City.
La película se desarrolla a base de flash-backs sucesivos que nos van desvelando la vida del Sueco. El primero, una semana antes, cuando un hombre con un coche elegante se detiene en la gasolinera y habla un rato con el protagonista. El segundo unos años antes, cuando la camarera de hotel evita que se tire por una ventana. El tercero cuando el teniente Lubinski (Sam Levene) le cuenta cómo había conocido al Sueco y cómo una pérfida mujer lo había arrastrado a las profundidades abisales del hampa.
Es entonces cuando aparece ella, Kitty Collins (Ava Gardner), con sus espléndidos 23 años. Su carrera todavía estaba despegando, pero este papel la conduce directamente al estrellato. Es probable que por estas fechas se esté divorciando ya de Artie Shaw, clarinetista famoso, y que Howard Hughes ande detrás de sus insinuantes contoneos.
Su aparición se produce en el minuto 38, de espaldas, con un vestido provocador, sentada al piano mientras un pianista interpreta una oscura canción. De repente se da la vuelta, lleva un vaso en la mano y su mirada magnética queda prendida en los ojos del Sueco, que cae fulminado (metafóricamente) ante aquella visión.
A partir de ese momento el Sueco ya no puede apartarse de su lado. Su novia de siempre, Lilly Harmon (Virginia Christine), una belleza rubia y angelical, queda relegada al más ominoso abandono y acaba casándose con el teniente Lubinski, el amigo de toda la vida.
El sueco comienza su vida criminal, que lo lleva a perpetrar varios robos y que siempre lo mantiene al lado de Kitty. Pero ella tiene otros planes, junto con Big Jim Collfax (Albert Dekker) y finalmente se la juega.
En el entierro del Sueco aparece Charleston, un viejo compañero de celda que acaba contándole al detective sus últimas andanzas. Un nuevo flash-back. Finalmente reconstruye un atraco de 250.000 dólares a una fábrica de sombreros. El Sueco sigue enamorado de Kitty, que lo maneja como un pelele y finalmente lo abandona en un hotel de Atlantic City, justo donde una camarera compasiva evita que se suicide.
El manejo de los tiempos y la construcción del guion es soberbia, no en vano fue escrito por John Huston. En un nuevo flask-back asistimos a la preparación del atraco. Kitty viste una camisa de cuadros. Está arrebatadora mientras fuma al lado de la ventana. Con ella están Collfax y otros miembros de la banda. Después aparece el Sueco, toma las riendas, se lleva el dinero, pero finalmente es traicionado por Kitty. Cuando llegamos al final de la película ya estamos convencidos de que ella es la gran mala de la película, pero no podemos intuir que tenía un cómplice desde el principio. Pero eso, naturalmente, no debe ser desvelado. Tendrán que ver la película.
La fama de Ava comienza a crecer a partir de este filme. Su peinado exuberante es copiado por todas las matronas del mundo occidental, su hoyuelo es envidiado por reinas y meretrices. Atrás quedan Mickey Rooney y un pasado conflictivo. No tardará en casarse con Frank Sinatra, otra estrella del firmamento de Hollywood. Pero la felicidad es pasajera y vivirá sus siguientes días de vino y rosas en España, donde acabará adquiriendo fama de devora-hombres y preparará los fastos de su divorcio definitivo con Hollywood en la casa de El Viso, donde alternará con Juan Domingo Perón y Luis Miguel Dominguín. En esa época interpreta el papel de María Vargas, en “La condesa descalza”, intenso dramón de Mankiewicz, que todavía huele a jamón y cebolla; esa España cetrina y cejijunta que también podemos ver en “La femme et le pantin” de Julien Duvivier, con una desbordante Brigitte Bardot repartiendo besos y mohines por doquier.
Harta quizá de tanta grasa en 1968 Ava Gardner se va a vivir a Londres, y allí muere.
Burt Lancaster aprovechó bien el tirón y protagonizó un porrón de películas de piratas y saltimbanquis, como “El temible burlón”, de 1952, otra vez con Siodmak; pero ya sabemos cómo acabó: interpretando a un depresivo “professore” en “Gruppo di famiglia in un interno”, de Visconti, Luchino.
Pero lo más interesante de esta película, lo que la hace verdaderamente especial, es que fue el mejor modelo de narrativa cinematográfica que pudo encontrar un joven Tarkowski para realizar en 1956, junto con sus compañeros de estudios, un cortometraje que es una copia casi exacta del inicio de la película de Siodmak. Curioso homenaje el que brindan estos jóvenes “soviets” al cine del más rancio redil del capitalismo. BG, saliendo del redil.
EL TERCER HOMBRE. CAROL RED, 1949.
Si hay un final memorable en la historia del cine este es el de Joseph Cotten esperando a Alida Valli, apoyado en una débil carrilana, en la larga avenida de álamos que conduce al cementerio. Símbolo inequívoco de la inevitabilidad del amor, y también del desamor.
Joseph Cotten interpreta a Holly Martins, un escritorzuelo del tres al cuarto que llega a Viena en busca de su amigo de juventud, Harry Lime. Estamos en la Viena ocupada del año 47. Sus habitantes viven en la pobreza, sometidos a los ejércitos aliados y con las calles llenas aún de escombros.
Allí se encuentra con que su amigo ha muerto y que su atractiva novia, Anna, trabaja en un teatro y vive en una habitación de un viejo palacio, con el recuerdo de su amante titilando aún en sus distraídos párpados. Holly coquetea, intenta seducirla, pero ella es inmune a sus encantos.
Llevado por este enamoramiento fortuito decide quedarse y averiguar quién es el misterioso Tercer hombre, que aparece en la escena de la muerte de su amigo, un turbio accidente al pie de su propia residencia.
En la investigación se enreda con los amigos de Harry, un siniestro barón Kurtz, un amenazador Popescu y un caricaturizado doctor Winkel, que lo conducen poco a poco al descubrimiento de la gran verdad: que su amigo está vivo y es un redomado canalla.
Es entonces cuando el mayor Calloway, un irrepetible Trevor Howard, intenta convencerlo para que se vaya. Le presentan las pruebas, lo pasean por los hospitales y finalmente lo consiguen. Holly se va, pero antes debe despedirse de Anna en su habitación del mísero palacio.
La encuentra llorando, en la penumbra. Él se siente arrebatado, lo intenta por segunda vez, le cuenta como Harry siempre le robaba las chicas o lo dejaba atrás en cualquiera de sus correrías. Ahora quiere desquitarse, ser él el conquistador, el héroe de aquella novelucha barata.
Pero entonces aparece el maldito gato, el gato de Harry.
—Era al único al que hacía caso… —dice Anna, entre soñadora y ausente.
Cuando abandona la habitación, desencantado y aún bajo los efectos del alcohol, Holly ve al gato parado en un portal, jugueteando con los cordones de unos zapatos lustrosos, de aspecto imponente. (a ras del suelo)
“Un coche pasa muy despacito por la avenida…” que diría Rubén Blades.
Ese coche ilumina el portal y se puede ver por un instante la cara socarrona y alegre de Harry. Es Orson Welles, que ha decidido aceptar la invitación de Carol Red, el director de la película, e interpretar aquel papel a cambio de una sustanciosa cantidad de dinero.
Esta magistral aparición, a ras de suelo, da un giro inesperado a la película. A partir de entonces ya nada será lo mismo. Es una leyenda urbana ampliamente extendida que Orson Welles dirigió él mismo las escenas en las que aparece. Carol Red no lo desmiente, pero Orson jamás lo ha admitido. Hay un silencio cómplice entre ambos, que se admiraban mutuamente.
La segunda aparición de Orson, a ras de cielo, no es menos mítica que la primera. Es la famosa escena de la noria, en el Prater de Viena. Los amigos discuten acerca de la vida, del amor y de la muerte bajo un cielo encapotado.
Hay otra leyenda urbana que dice que el propio Orson fue quien escribió todo su papel. Lo cierto es que fue el propio Orson, que tenía una personalidad arrolladora, el que introdujo de forma espontánea las frases acerca de “los puntitos negros” y “el reloj de cuco”, dado que ninguna de ellas aparece en el guion original; lo cual no le quita mérito alguno a Graham Greene, por otra parte.
La tercera aparición, a ras de subsuelo, acaba por convertir a la película en uno de los clásicos imperecederos del cine. Es la famosa escena de las alcantarillas de Viena, una construcción ciclópea de tiempos imperiales. En ellas se produce una persecución en la que las sombras y los rostros enfáticos toman el protagonismo. Harry huye ante la presencia de la policía, pero el cerco es demasiado estrecho y Holly acaba matándolo con la pistola del sargento Paine, fallecido unos metros más atrás.
Y la tercera leyenda urbana dice que fue el propio Orson el que dirigió también esta escena. La verdad fue que estuvo muy poco tiempo en las alcantarillas, apenas el necesario para grabar su cara saliendo de entre las sombras y ocultándose de los soldados que lo perseguían. Carol Red tampoco quiso desmentir nunca este bulo, en parte porque le interesaba y en parte porque admiraba tanto a Welles que no podría dejar quedar mal al genio.
La película se encamina ya hacia el inevitable final. Holly debe regresar a Norteamérica, su avión le espera. Sin embargo, asiste al segundo entierro de su amigo. De nuevo se encuentra con Anna, que permanece junto a la tumba con una actitud serena, ausente.
—¡Ahora por lo menos sé dónde estás! —que diría cualquier otra.
Y es entonces cuando ocurre aquello que ya conté al inicio.
La película fue un éxito de taquilla escandaloso. Carol Red dijo que al principio le había ofrecido a Welles una participación en la producción a cambio del dinero, pero este declinó la oferta. Si hubiera aceptado se habría hecho muy rico, pero lo cierto es que renunció acuciado por la necesidad de fondos para financiar alguno de sus proyectos.
Sobre la música cabe decir que es una de las piezas más reconocibles de la historia del cine y forma parte integral de la película, pese a su singularidad. En los años cincuenta se estaba abandonando el estilo sinfónico, optando por los temas singulares, muchos de ellos de carácter folklórico. La reciente industria discográfica favoreció la difusión de estos temas, que se vendían como churros como banda sonora (BSO) de la propia película. Antón Karas, el compositor, era un músico callejero que sobrevivía malamente en las calles de Viena y que Carol Red descubrió por casualidad. A partir de aquí se hizo mundialmente famoso, y también rico. El estilo y la ejecución son completamente originales. Se trata de un largo “rag-time” sincopado, ejecutado por el propio Antón Karas mientras visionaba la cinta, lo cual había sido también bastante inusual hasta entonces.
En cuanto a la película en sí cabe decir que responde a los cánones narrativos de la época y es un largo excurso sobre el vacío, sobre el ausente, sobre el que no está; y también sobre la fatuidad de los hechos y la inevitabilidad de las cosas. “El sentido de la vida”, que dirían los Monty Python si hubieran estado allí.
BG, sin ningún sentido.
EL ARPA BIRMANA. KON ICHIKAWA. JAPÓN 1956.
Japón es una nación triste. Salió a la luz en un entorno salvaje, inmisericorde. Azotada por la nieve y el viento durante una gran parte del año, solo tiene un leve momento de alivio cuando florecen los almendros, más o menos por abril. Después viene un período de lluvias, entre mayo y julio, seguido de un verano tibio que muy pronto es sustituido por los tifones y las galernas que asolan sus costas.
Una vez ese viento terrorífico les salvó de la invasión de los mongoles, pero ya no lo hizo tanto de la influencia occidental y de los devastadores efectos de la segunda guerra mundial.
En ese entorno cruel es donde los japoneses han forjado su carácter. Es un pueblo duro, resistente, listo para la batalla, poco habituado al amor y a las caricias, pero sensible a la luz y a las eflorescencias primaverales.
Cuando ya los chinos habían fundado el Kung Fu, el Zen, el Qi Gong y el Taichi, los japoneses se avinieron a hacerse budistas. Para cuando llega San Francisco Javier, en 1549, el cristianismo ya poco tiene que hacer en Japón.
Durante este tiempo los monjes budistas fueron modelando su fe mediante una amalgama de tradiciones continentales, el Bodhidharma y el Tao. Es así como aparecen el Budismo Shingon, el Shugendo, que obligaba a sus monjes a trotar por las montañas con una cajita de laca negra pegada en la frente. De ellos partió la tétrica costumbre de inmolarse en vida para alcanzar la iluminación. Los cuerpos, ya momificados, era llevados en procesión a alguno de los templos del Kumano Kondo, el camino de peregrinación sagrado del Japón.
Algo de este camino de peregrinación debió hacer mella en Mizushima, nuestro protagonista, que tras una experiencia traumática decide hacerse monje y vagar sin rumbo por las desoladas tierras de Birmania.
Mizushima forma parte de un batallón de soldados japoneses que tras perder la guerra se entrega al ejército aliado. Su capitán es un hombre bueno, un melómano que trata de organizar un coro con sus hombres y deleitar a los enemigos con armoniosas piezas vocales.
Pero en el interim Mizushima se pierde y acaba vagando por los campos de Birmania disfrazado de monje. Henchido de culpa y de remordimiento decide emprender una tarea titánica: enterrar a todos sus compatriotas muertos, esparcidos por el inmenso campo de batalla.
En su huida se topa un día con sus compañeros en un puente de madera. Estos le reconocen, pero él no les habla, pasa de largo, huidizo, pensando que su misión todavía no ha terminado.
Entretanto las autoridades han decidido la repatriación de los soldados a la devastada nación japonesa, que sufre las terribles consecuencias de la derrota.
Sus compañeros no pierden la esperanza, organizan un plan para que Mizushima vuelva con ellos. Contratan a una vieja buhonera para que le entregue un loro al que han hecho repetir constantemente la frase: “Mizushima, vuelve con nosotros”.
Todo se resuelve finalmente en torno a una figura yacente de Buda. En su interior está Mizushima tocando un arpa que pertenece a un niño que se la ha ofrecido en préstamo. Es un pequeño templo budista abandonado, en medio de la selva.
Los compañeros de armas de Mizushima escuchan esa música y saben que es él, que está en alguna parte oculta de aquel paisaje, y tratan de llamarlo para que aparezca.
La trama concluye cuando Mizushima aparece de nuevo ante ellos, sin hablar, con el loro sobre su hombro, y toca el arpa para sus compañeros por última vez.
La película está rodada en un impecable blanco y negro. Los rostros fuertes y expresivos de los soldados, los paisajes bajo la luna en la aldea, los campos desolados, los claroscuros nítidos del campamente en la noche, los contraluces del templo, todo ello denota un claro dominio de la técnica fotográfica al servicio de la historia. En este aspecto nos recuerda más al Ozu de “Principios del verano” y al primer Oshima que al Kurosawa de “los siete samuráis” o al Mizoguchi de “Los músicos de Gion”; y por el lado occidental nos recuerda más al Orson Welles de “Ciudadano Kane” o al Carol Red de “El tercer hombre”, que a Truffaut o Goddard en sus obras iniciáticas.
“El arpa birmana” es una obra de epifanía, de expiación, de redención. Pero es también una obra que trata de explicar, como ninguna otra, el alma herida del pueblo japonés tras la derrota de la segunda guerra mundial.
Los sueños heroicos, los delirios imperiales de la era Meiji se esfumaron para siempre. Las tradiciones pacatas, los sombreros de copa y las injusticias derivadas del caduco sistema social japonés han quedado definitivamente atrás. La mujer ha sido liberada de su yugo ancestral, las uniones con los americanos darán lugar a una nueva raza. Todo el sueño de un tiempo amargo ha sido definitivamente disipado y ni los samuráis ni los daimios podrán hacer nunca más lo que hasta entonces habían hecho sobre un pueblo subyugado y triste.
Los emperadores han dejado de ser dioses, los soldados ya no tienen vasallos que pisotear y la población se debate entre los efectos de la mortífera radiación y la vergüenza de un país derrotado. Es en ese contexto donde se produce la expiación, que Mizushima cumple de forma metódica expurgando cadáveres en la llanura birmana.
Al final, viendo su enorme esfuerzo y su sacrificio heroico, los lugareños acceden a ayudarle en la pía misión y los soldados leen entre lágrimas la carta que Mizushima le entregó a su Capitán antes de que estos partieran de regreso a su país.
En esa carta se explica todo, se da razón de la conversión de Mizushima al budismo y se explica también el asumido compromiso de paliar, en la medida de sus fuerzas, las consecuencias de tan catastrófica guerra.
Kon Ichikawa, un autor prolífico, que había iniciado su carrera unos años antes, se ve marcado también por esta obra tan singular. Tras el éxito de “El arpa birmana” volvió sobre el tema en “Conflagración” (1958) y en “Fuego en la llanura” (1959) casi con los mismos actores y escenarios. Más tarde recuperó la misma historia haciendo una versión en color (1985), levemente inferior al original. Paralelamente hizo una poco destacable versión de “Los 47 ronin” (1985), leyenda modular del Japón, y una menos destacable aún “La princesa de la luna” (1987), adaptación de un cuento tradicional japonés.
Kon Ichikawa es sin embargo un inmejorable representante de la nueva mentalidad que se impuso en Japón tras el final de la guerra. La superación de los viejos preceptos, una mirada abierta a las nuevas formas de hacer cine, un acercamiento brutal a las tesis de Rossellini y De Sica y un antecedente no demostrado, pero demostrable, de lo que muy pronto había de ser la NOUVELLE VAGUE, el FREE CINEMA y el NUEVO CINE ALEMÁN.
BG, tañedor de arpas 1-1-23.
EL SABOR DEL SAKE. YASUHIRO OZU (1962)
Siento nostalgia de aquel TORYS BAR del callejón a donde iba Hirayama cada noche antes de regresar a casa. Como él me pasearía por los callejones del viejo Tokio dejándome sorprender por las luces de los faroles y de los letreros luminosos. Como él contemplaría las chimeneas de las fábricas, pintadas de rojo y blanco, o las piernas de la atractiva secretaria, mientras escuchaba esa musiquita melancólica y animosa que acompañaba los tiempos muertos entre una secuencia y otra.
Como Hirayama me perdería por los entresijos de una casa vieja y tradicional, de madera, contemplando los tatamis impecables, las mesitas bajas, los paneles corredizos y las figurillas de Buda sobre los sobrios muebles lacados mientras mi hija Michico recoge la chaqueta de twed, el chaleco ajustado y la corbata de seda de donde las hubiera dejado caer.
Precisamente esa hija joven, Michico, es el gran problema de Hirayama. Al inicio del filme un amigo le dice que tiene un candidato para casarse con ella. En un primer momento el padre se sorprende, luego niega esta posibilidad y finalmente acaba admitiendo que quizá deba tomar aquella propuesta en consideración.
El segundo asalto se produce cuando se reúne con sus amigos en una casa de té. De nuevo los tatamis, la habitación desnuda, unas mesitas bajas, algo de comida y unas botellas de sake caliente. Uno de los amigos comenta que se ha encontrado con un viejo profesor del instituto, a quien apodaban Calabaza, y proponen hacer una fiesta en su homenaje.
Por fin, mientras las luces de Tokio se encienden al anochecer los amigos se reúnen en torno al profesor Calabaza. El viejo acepta encantado aquel homenaje y demuestra a sus antiguos discípulos que su vida no tiene nada de envidiable: ha enviudado y vive con su hija, antes atractiva, en algún rincón de Tokio. Finalmente se emborracha y es llevado a casa por Hirayama.
Es así como este descubre que el profesor Calabaza vive muy cerca de su casa, en un oscuro tugurio donde vende fideos hervidos junto con su hija, una solterona amargada que ha perdido hace tiempo su antiguo fulgor.
No mucho después, en una visita al viejo profesor, Hirayama descubre, en un apartado callejón, el Torys Bar y es allí donde se produce su epifanía. Junto con un correligionario de armas entona viejas canciones de guerra y rememora sus tiempos de marino de la Armada Imperial Nipona. Con él repasa los recientes acontecimientos históricos y acaba por concluir que todo está bien, que Japón no debió ganar la guerra y que tal vez él tampoco deberá ganar la suya.
Hirayama podría haber sido perfectamente un samurai del período Edo, que terminó abruptamente en 1853 para dar paso a la era Meiji, en la que Japón inició su ensoñación imperialista.
Aquella ensoñación acabó definitivamente con la derrota de la segunda guerra mundial. Sería su segunda derrota frente al poder de la maquinaria estadounidense. Aquella doble derrota dejó una fuerte impronta en el subconsciente colectivo japonés. Como nación vencida se dejaron colonizar, modernizaron sus estructuras industriales y adoptaron la democracia como forma de gobierno. De esa manera entraron por primera vez en Japón la igualdad de oportunidades, la emancipación de la mujer y las costumbres occidentales.
Solo una cosa les ha quedado a los japoneses para reivindicar su idiosincrasia milenaria: el sake. Esta película es una oda al sake y a los tiempos pasados.
Es entonces cuando Hirayama entona el célebre ¡Hum! con el que acostumbra a concluir las conversaciones más enjundiosas, y la película se lanza por derroteros más trillados.
Al final, lo que queda es la nostalgia. Nostalgia de aquella dueña del TORYS BAR que aparece después de darse un baño y sonríe como la diosa Afrodita recién salida del ponto euxino. Nostalgia de los acontecimientos cotidianos, de la vida en familia, de los pequeños problemas y de las grandes soluciones que surgen al compartirlo todo.
La historia de Michico apenas tiene importancia. La aparición de un segundo pretendiente nos aporta una de las escenas más asombrosas de Ozu: el encuentro en la estación de tren.
El segundo pretendiente y Michico coinciden en una estación de tren del extrarradio, donde vive su hermano. La estación es un simple embarcadero de madera, con una barandilla donde ella se apoya mirando al infinito. Es el instante decisivo, es el momento en que los destinos de ambos se cruzan y donde las decisiones más trascendentes se toman. Pero ninguno de los dos dice nada, todo parece transcurrir de modo imperceptible hasta que las contradicciones estallan. ¡Y todo por un juego de palos de golf!
Hirayama vuelve al Torys Bar con su hijo. La conversación es trascendental:
Koichi: ¿Y dices que se parece a mamá? A mí no se me parece nada.
Hirayama contesta: ¡Hum!
Mientras contemplan a la encantadora dueña del bar servirles unas copas de whisky padre e hijo se sinceran. La trama se desenreda. Todo llega a su fin y vuelve a sonar la musiquita melancólica del principio.
La técnica de Ozu es casi tan impresionante como imperceptible. Filmaba casi todas sus escenas con un 50 mm, el objetivo básico de la Asahi Pentax de entonces, que recortaba la realidad a una dimensión humana. Ozu, de la misma manera, recortaba los argumentos para quedarse únicamente con lo esencial, con el punto de vista humano, el que no distorsiona la realidad. Y con esta técnica nos ha donado una serie de películas irrepetibles, inolvidables, con las que es fácil soñar e irse a la cama entre vapores etílicos.
Hace mucho tiempo, cuando era joven y salía con amigos, no podía entender por qué los hombres deambulaban solos por los bares. Ahora, después de haber visto esta película tres o cuatro veces, ya lo voy entendiendo cada vez un poco más.
BG, saboreando el sake.
UNA HISTORIA DE VIENTO, JORIS IVENS 1988
El mismo año que Luc Besson filmaba El gran Azul, con Jean Reno y Rosanna Arquette, para sumergirse en las profundidades del océano (y de paso en las de Rosanna Arquette), Joris Ivens, el poeta de los Paises Bajos, volaba a China en un avión de juguete y se paseaba en silla gestatoria por todos los lugares santos de esa gran nación.
Joris Ivens era hijo de un comerciante de Nimega (Holanda), cerca de la frontera alemana, y con los primeros ahorrillos se compró una cámara de 16 mm. y pergeñó dos pequeñas joyas del cine documental: De brug (El puente) y Regen (Lluvia), que en aquella época (1928 y 1929) jugaban dentro de esa división que aún se llama cine experimental o artístico, al estilo de Walter Ruttmann (Berlín, sinfonía de una ciudad, 1927).
Las dos películas son una asombrosa muestra de sensibilidad y buen gusto que solo pueden salir de las manos de un poeta, de un tipo sensible y de un consumado narrador audiovisual. Lo de Joris Ivens nada tiene que ver con el cine comercial ni con las historias de ficción y sí con la propia esencia del cine, que juega con las imágenes y con el tiempo como si ambas cosas les pertenecieran.
Cargado de esa sensibilidad a flor de piel y de un arrebatado idealismo, enseguida se embarcó en más aventuras cinematográficas: conoció a Ernest Hemingway en Estados Unidos y ambos se trasladan a España para participar en la guerra civil, Ivens agarrado a su cámara y Hemingway a sus papeles. Entre los dos realizan Tierra de España, en 1937, con el beneplácito de la República española y la participación, además, de John Dos Passos y Orson Welles.
El compromiso político de Ivens fue claro desde el principio. Afiliado al Partido Comunista viaja a la Unión Soviética, conoce a Pudovkin y decide hacerse documentalista al estilo soviético. Con el carnet en el bolsillo recorre una gran variedad de paises: Checoslovaquia, Polonia, la República Democrática Alemana y finalmente China, donde le toma el pulso a la revolución maoísta y realiza varias películas, ninguna de ellas crítica con el sistema político imperante.
Sin embargo, su compromiso no carece de esa ambivalencia del ciudadano occidental. De familia burguesa, nunca le faltó dinero para hacer sus películas. Consiguió financiación del mismísimo Franklin D.Roosevelt, trabajó para la Contemporary Historians Society, se relacionó con el establishment comunista, y residió en Holanda, Bélgica y finalmente Francia.
Por si todo esto fuera poco, se casó con Germaine Krull, una franco-alemana de familia también acaudalada que se dedicaba a la fotografía de glamour, lo que le llevó a residir en Montecarlo y mantener un tren de vida espectacular.
Después de toda una vida de estirar el chicle de sus dos primeros cortometrajes, a los noventa años Ivens vuelve por enésima vez a China y realiza un viaje iniciático, chamánico, por las provincias del interior. Su intención es grabar el viento y para ello se dirige en primer lugar a uno de esos desiertos de China, tan extremos: probablemente en la provincia de Gansú. Debido a su edad es llevado a todas partes en palanquín, exactamente igual que los antiguos mandarines imperiales, a los que tanto aborrecía.
Visita el Buda de las mil manos del Monte Baoding (provincia de Dazu), una maravilla que los comunistas habían dejado pudrirse de forma deliberada y que en el 2015 restauran para sacarle buenos réditos turísticos, y le da un vahído que lo lleva directamente a la luna. Allí dialoga con una diosa llamada Chang’e, en un escenario sacado directamente del Voyage dans la lune de Georges Méliès. Chang’e es menuda y bella como una bailarina de ballet, pero se aburre. Puro hedonismo, con jóvenes pubescentes danzando alrededor.
Dado que en la luna no hay viento, Ivens pronto regresa de su desmayo y se dirige con su cohorte de porteadores y filmmakers hasta las mismísimas puertas del cielo, que como todo el mundo sabe están enclavadas en la montaña Tianmen, en la provincia de Hunan.
Después de subir los 999 escalones lleva a todo su equipo a Xian, donde se haya enterrado el primer emperador. Allí discute con las autoridades, que no le dejan filmar en la excavación y graba unas escenas con figuras compradas en los mercados.
Es entonces cuando, ante su equipo, se exalta y exclama:
—¡Lo que mejor sé hacer es filmar lo imposible!
Una mujer chamán pide dos ventiladores, hace extraños sortilegios sobre la arena y de repente consigue que la furia del viento se desate, que levante olas de arena capaces de arrasar el campamento de filmmakers, y provoca la repentina felicidad del cineasta.
Es en ese momento cuando se produce una epifanía y Joris Ivens, el comunista acomodado, el dandy bien vestido y mejor peinado, el diletante aux arts, el marido de la rich woman, de repente, al final de su vida, cree en la magia. Ya no importan Das Kapital, ni el Manifesto. Es mejor creer en la magia y en Lao Tse, y en el poeta Li Bai, y en Carlos Castaneda, y en Don Juan, el chamán irredento de los años sesenta.
Toda la etapa intermedia de Ivens, la que va entre sus primeras películas y esta, puede quedar relegada al olvido. El cine ideológico no tiene futuro. El marxismo no produce más que truños y falsos guiñoles. Allá quedan Tziga Vertov, Pudovkin y el pobre Eisenstein. Allá Tarkowski, Béla Tarr o Aki Kaurismäki. Los dioses no darían un puto duro por ellos.
Y es así como se despide Ivens, con una enorme sonrisa, en medio del viento. Ha vuelto a los comienzos de su carrera, a De brug y a Regen, y ya no tiene nada más que añadir. Solo vivirá un año más en su adorado París.
Su figura alta, imponente, su cabello blanco, su sonrisa cómplice nos dan a entender que ha captado la esencia de todas las cosas y que al final de su vida los viejos ideales se le han quedado un tanto oxidados. Lo importante, piensa Ivens, son la humanidad, la sensibilidad a flor de piel, la poesía, y también lo es la pureza del lenguaje cinematográfico, más directo que el lenguaje hablado, y que en algún lugar del más allá, ya sean la luna, los sueños o los viejos mitos, podremos encontrarnos algún día.
Pese a todo Ivens consiguió un gran número de galardones: La Estrella de los pueblos, la de la República Democrática Alemana, la Orden al Mérito de la República Italiana, el Premio Lenin de la Paz, la Palma de Oro de Cannes, el León de Oro de Venecia, el Premio Especial del Jurado del Cine Europeo y la Medalla de Oro de las Bellas Artes del Gobierno de España. Todo un palmarés, que ya quisiera yo para mí.
BG, envidioso y maravillado.
DESEANDO AMAR (Fa yeung nin wa), DE WONG KAR WAI. HONG KONG, 2000.
Hong Kong es un pedazo de tierra china arrebatado a la fuerza por los ingleses en 1842. Desde entonces los habitantes de esta ciudad han vivido en una especie de limbo en el que la cultura occidental tuvo un pleno desarrollo y el sistema capitalista reguló las relaciones, y sobre todo las transacciones, entre sus habitantes.
Los relojes, los cigarrillos, las máquinas de escribir y los teléfonos fueron sus instrumentos preferentes. Y es ahí, en ese contexto, donde sitúa la historia el director. Una historia de amor entre dos extraños, entre dos seres, da igual si son hombre y mujer o cualquier otra cosa, que se encuentran, se rozan con los ojos, se tantean y apenas esbozan un amago de sentimiento, de acción entre tantas inacciones.
Chow es un tímido periodista chino que vive en una habitación alquilada en un barrio cualquiera del atestado Hong Kong. Chow fuma mucho y pasa el tiempo escribiendo novelas baratas, pero conoce a Li-zhen, la mujer totem, el objeto de deseo hierático que pasea por los suburbios con un bolsito minúsculo colgado del brazo y se enamora perdidamente de ella. Pero Li-zhen es alta, majestuosa, elegante hasta el paroxismo y viste unos trajes estampados que no dejan lugar a la imaginación.
Además, ambos están casados y sus respectivas parejas juegan un juego en un universo paralelo que no es necesario desentrañar. Como el gato de Schrodinger no sabemos si están o no están.
La acción transcurre en los fulgurantes años sesenta. La china continental sufre los avatares de la Revolución cultural, pero en Hong Kong reina el capitalismo, el consumismo y la lucha de clases. Los bolsos de marca, las vaporettas de diseño y las corbatas de seda son los objetos fetiche que sirven de intercambio, de disimulo, de chantaje a veces.
Li y Chow comparten sus soledades pared con pared.
van a comer a un restaurante. Se confiesan sus pequeños secretos, sus sospechas, sus conclusiones amargas. Entre el humo de los cigarrillos y las canciones de Nat King Cole ven pasar el tiempo y las ocasiones perdidas.
Es necesario urdir algo, una venganza, un romance, y surgen entonces las novelas baratas, la excusa perfecta para continuar viéndose sin que nunca pase nada.
Esplendor en la casa de citas, en el pasillo de rojos cortinones, en la habitación secreta donde rumian sus escenas, donde subliman su amor como si fuera una de aquellas novelas.
Finalmente, la ficción se convierte en realidad, pero ninguno de los dos se da cuenta. Cuando uno de los dos quiere volver, el otro se ha ido ya definitivamente.
en una liga aparte, no aparecen nunca. , que nunca llegamos a ver, ejercen tal influencia sobre ellos carecen hasta tal punto de importancia que no llegan a jamás aparecen, salvo en una ocasión, de espaldas o mediante4 la. sin que jamás os espososLi-zhen está casada, y Chow también, pero nunca vemos a sus respectivas parejas. Parece como si no existieran, pero el mundo que comparten se entreteje de tal forma que condiciona sus propias acciones. De nuevo la contención y el misterio.
Imbuidos por todo este lastre cultural los chinos de hoy en día se lanzan a la vida sabiendo que no hay ley ni orden si no hay obediencia, y que la obediencia es hija de la contención y el análisis.
Los chinos viven en un entorno de multitudes, donde el roce, la costumbre, el caos y la miseria moral se dan la mano constantemente. El orden social se basa en aceptar las reglas y esperar tu momento.
También en el amor aceptan este principio, adoptan un rol social, intentan no ser señalados por su vecino y esperan su momento.
Y es ahí donde surge la música, la música como catalizador de sentimientos, la música como lujuriosa representación del enlace. Shigeru Umebayashi, con su Yumeji’s Theme, acompaña el deambular de los amantes con una delectación sublime, como si todos estuviéramos acompañándolos por las calles mojadas, entre olor a fritanga y platos sucios.
En esta película son más importantes los gestos y las miradas, los tiempos de espera y los anhelos, que las acciones explícitas o la truculencia de los guiones.
Es una película donde Lao Tse y Bodhidharma finalmente triunfan. Nadie hace nada, todo el mundo mira una pared vacía, donde el tiempo queda fuera, y finalmente resuelve la historia de una forma totalmente anodina, como la vida misma.
En vano canta Nat King Cole, en vano se levanta y se acuesta la dueña de la casa, en vano juegan al Mahjong en la minúscula salita, en vano compran Vaporettas para hacer arroz hervido.
Al final todo está hervido, el amor, el sentimiento de culpa y la muerte misma, como bien sabe Chow, que susurra un secreto largo tiempo callado en un agujero de Ang Kor, mientras suena el majestuoso tema de Michael Galasso, “Ang Kor theme”, y se da cuenta de que todas sus decisiones, o sus indecisiones, han sido erradas.
Ank Kor es la metáfora perfecta de este amor, congelado en el tiempo, invadido por la selva que se ha apoderado de sus piedras, de sus torres y de sus cimientos, preñado por un secreto apenas susurrado y tapado con hierbajos húmedos. Ang Kor es la representación perfecta del paso del tiempo, de las cenizas de la pasión, de la inutilidad de todo.
Si algún día vamos a Ang Kor también nosotros deberemos susurrar nuestras congojas a un agujero. Tal vez eso alivie nuestra propia insoportable levedad.
La película tiene un epílogo amargo, como casi todas las historias de amor, cuando ella regresa también a Hong Kong, y por minutos, horas tal vez, no se encuentra con Chow en el mismo piso que ambos compartieron, y que no supieron aprovechar mientras estaban a tiempo.
Wong Kar Wai sabe que el tiempo marca nuestras vidas y es así como se lanza a dirigir, poco tiempo después, 2046, una incursión en el futuro, donde el tímido escritorcillo Chow dice:
“En el pasado cuando una persona tenía secretos y no deseaba compartirlos con nadie subía a una montaña, buscaba un árbol y tallaba un agujero para susurrar el secreto en el agujero. Luego lo recubría con barro; de ese modo nadie lo descubriría. Sin embargo, en una ocasión, me enamoré de alguien. Al cabo de un tiempo ella ya no estaba. Fui hasta 2046 creyendo que podía estar esperándome allí, pero nunca la encontré. No puedo dejar de preguntarme si ella me amaba o no. No obstante, nunca lo averigüé. Tal vez su respuesta fuera como un secreto que nadie sabría jamás. Todos los recuerdos son surcos de lágrimas”.
Bien sabe Chow que solo le resta envejecer pergeñando novelitas baratas y rumiando el rencor de un amor apenas entrevisto, apenas consumado, en tiempos de tribulación.
Entre tanto ella no está, ella se fue… como diría Nek.
BG, la insoportable levedad del ser.